Todo
poeta se ha cuestionado en algún momento de su vida sobre la utilidad de la
poesía. Al igual que todo escritor, de cualquier género narrativo, ha
reflexionado sobre la importancia y la utilidad de la literatura.
Podría
decirse que en ese cuestionamiento recurrente del poeta hay un complejo. Algunos
temen reconocerse como tales, ya sea porque ven en la poesía un oficio
desprestigiado o porque en el fondo de su ser lo consideran inútil. Otros, por
el contrario, le profesan tal respeto a la poesía, que su recelo por
presentarse como poetas, deriva en considerarse inmerecedores de ese honor.
En
todo caso, por muy segura que sea la vocación del poeta, es inevitable de vez
en cuando reflexionar acerca de la importancia de este arte al alcance de todos,
pero no por todos disfrutado. La poesía ha tenido sus detractores y defensores
desde la antigüedad. A los poetas se les ha tildado de vagos y locos; en otras
esferas, de cultos y solitarios. Quienes
alaban la poesía, desde Aristóteles y Horacio, hasta Percy Shelley y Octavio
Paz -por solo mencionar algunos nombres clásicos de la literatura- destacan la
capacidad de la poesía para estimular la imaginación y proporcionar placer
estético, conocimiento y catarsis.
Si
bien la poesía no nos brinda respuestas ni soluciones, no nos brinda cobijo ni
nos quita el hambre, nos abre puertas, nos emociona, toca fibras, cuestiona,
provoca, inquieta, evoca, persuade. El poeta nos hace sentir, visualizar,
escuchar, oler, a través de la palabra. Y qué es eso sino sentirnos vivos, por tanto,
la poesía es vida. No hemos venido al mundo solo a trabajar y producir como máquinas,
necesitamos del arte para sentirnos humanos, de la poesía -en todas sus
expresiones- para sentirnos vivos, así como vivos nos hace sentir el contacto
con la naturaleza y la experiencia del amor. A eso, mayoritariamente canta el
poeta, pero también a lo triste, perverso y oscuro de la existencia. En fin, la
poesía no sirve para nada, si de pragmatismo se trata. Pero… ¡cómo hace falta!
De
todo eso hablan los dos poemas que cito a continuación…
Servidora
Servidora,
stajanovista
del verso.
Yo
que diariamente
saco
de dos a tres poemas de la mina
(del
lápiz)
en
una cómoda jornada de doce horas
(claro
que no los pulo).
No
limpio el polvo
ni
hago la cama.
Una
sirena muda me recuerda
que
tengo la nevera y la tripa vacía.
A
veces hago un alto en el trabajo
atiendo
al insistente teléfono
(según
quien sea
me
tiro una hora
para
que el interlocutor
no
se pegue un tiro).
Nadie
me prohíbe hablar por teléfono,
durante
la jornada,
no
robo al Estado,
pago
mis facturas.
Soy
mi jefe de personal
mi
director,
mi
guía.
Por
eso y no por los políticos
me
siento un trabajador,
un
silencioso stajanovista.
Gloria
Fuertes
(Madrid,
España. 1917-1998)
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¿Qué
hace un poema en un país con hambre?
Nicolás Peña Posada
Un
verso me ha calmado
el
hambre que tenía de niño
pero
despertó la sed
de
los ojos al crecer
ahora
vivo la agonía
de
otros.
Un
verso no detiene una bala
pero
hace frente al olvido,
somos
tantos en esta guerra
de
sombras.
Llevo
a todos mis amigos
en
una hoja,
creo
defender la existencia
en
unos labios que no se cierran.
Julio
César Plata Rueda
(Zapatoca,
Colombia. 1997)
También
están los poetas que, haciendo uso de esa misma metaliteratura o metapoesía, reflexionan
con mayor desencanto o son menos optimistas en cuanto al rol del poeta y de la
poesía misma.
Poética
¿Cómo
escribir ahora poesía,
por qué no
callarnos definitivamente
y dedicarnos
a cosas mucho más útiles?
¿Para qué
aumentar las dudas,
revivir
antiguos conflictos,
imprevistas
ternuras;
ese poco de
ruido
añadido a un
mundo
que lo
sobrepasa y anula?
¿Se aclara
algo con semejante ovillo?
Nadie la
necesita.
Residuo de
viejas glorias,
¿a quién
acompaña, qué herida cura?
Juan
Gustavo Cobo Borda
(Bogotá, Colombia.
1948-2022)
El Poeta
es un Fingidor
El poeta es
un fingidor.
Finge tan
completamente
que hasta
finge que es dolor
el dolor que
de veras siente.
Y quienes
leen lo que escribe,
sienten, en
el dolor leído,
no los dos
que el poeta vive
sino aquel
que no han tenido.
Y así va por
su camino,
distrayendo a
la razón,
ese tren sin
real destino
que se llama
corazón.
Fernando
Pessoa
(Lisboa,
Portugal. 1888-1935)



